sábado, 12 de mayo de 2012

Las meriendas (por Maribel Segovia y Pablo Martín)

Nos llamamos Pablo y Maribel, pero nos podríamos llamar Luis, Angelines, Rosi, Ángel, Tere, Jesús, Javier, Fernando... Tanto da.

Para los chicos y chicas de La Fábrica había algunas fechas del calendario que eran emblemáticas: el 18 de julio -por el baile- , las Navidades y Reyes, el 10 de mayo y alguna más.

Pero una de las citas festivas principales era el Día de las Meriendas.

Todo comenzaba poco antes del Domingo de Resurrección. Los amigos nos juntábamos para decidir qué comprar, dónde ir y a qué hora salir. La mayoría llevaba la clásica tortilla de patatas, hecha por su madre con mucho esmero. La bebida se compraba en el economato. No aprovisionábamos con mucha Coca-Cola y Fanta, y con poco o nada de alcohol, porque los jóvenes de entonces pasábamos de esas bebidas.

¿Dónde íbamos a ir? Básicamente, dependía de la edad. Si tenías más de 14 años, al río, por mucho que le pesara a tus padres. Si eras más jovencito, a la charca. Y si eras poco más que un niño, a las olivas al otro lado del cerrete, por supuesto bajo la supervisión de tus padres, que de vez en cuando te hacían una visita.

La hora: temprano. A las 8 de la mañana la colonia se ponía en marcha. Había que coger el pan y las madres tenían que ponerse a preparar las tortillas para que estuvieran recién hechas. Porque la tortilla de su hijo debía ser mejor que la del amigo, según un aforismo local que nunca se decía pero siempre se pensaba.

El punto de reunión: la puerta del cerrete o el kiosco de Fermín. Desde allí, los mayores nos poníamos en marcha en dirección a nuestro queridísimo Tajo. Nos esperaba hora y media de caminata, pero nos lo pasábamos de maravilla. No había ninguna mala intención por parte de nadie y todo lo que hacíamos era para pasarlo bien, con una mente limpia y un corazón sano.

Quiero hacer una mención especial al hornazo. Sin hornazo no había Día de las Meriendas. Casi siempre lo traíamos de vuelta a casa, pero era imprescindible que lleváramos hornazo, una especie de bollo dulce hecho con huevos, típico de las fechas próximas a la Semana Santa en muchas zonas de Castilla, y que en la Colonia Iberia podía llevar bolitas de colores que lo hacía más apetitoso a la vista.

Pasábamos el día comiendo, bebiendo y jugando. Nunca faltaba una baraja española, pero también jugábamos a las prendas, a las adivinanzas, etc. El que podía flirteaba con su parejita o con la chica o el chico al que tenia echado el ojo, porque en aquella época también el amor corría por nuestras venas.

A eso de las seis de la tarde empezábamos a recoger. La vuelta era dura, pues después de estar todo el día en el río nos hacíamos otros cuatro o cinco kilómetros. Sin embargo, cuando llegábamos a la colonia todavía nos quedaban fuerzas para organizar el baile en el vestuario de las piscinas. Allí, entre pieza y pieza, dábamos buena cuenta de los restos de la merienda que nos habían quedado en las mochilas.

El Día de las Meriendas. Una jornada llena de anécdotas y recuerdos que perdurarán por siempre en nuestra memoria.
  • Maribel Segovia y Pablo Martín
Extraído del libro "100 años de la Fábrica de Castillejo"
(puedes descargarlo desde aquí)

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